Dr. Hugo Spadafora: ¡Su último combate! La dolorosa noticia y mi actuación
Me di cuenta que no podía perdirle más a quien era una alta funcionaria del régimen y la que pese a tener una ética muy firme, nada podía hacer frente al personaje tenebroso. Me sirvió al menos de catarsis. Lo demás fue para mí como una película vivida en tiempo real.
El cerebro me explotaba. Pedí a mi esposa que llamara a María Elena Acevedo, la ex esposa de Hugo y solamente le expresara que estábamos terriblemente preocupados. Mi señora hizo el contacto y la amiga se negaba a responder; hasta que su nueva pareja la convenció de tomar el teléfono.
Supe que se limitó a escuchar sin ganas el recado de mi esposa. ¡Cuánta razón tenía¡ Obviamente, yo debía comprender que era un sospechoso de apadrinar cualquier acto criminal solo por el hecho de compartir la cúpula de las Fuerzas de Defensa.
Los cuarteles siempre se cierran, con el consabido y crónico lema “Obediencia Debida y por último los cacareados códigos de silencio “ Los violé todos, por el bien de mi conciencia y la crianza de mis padres, educadores.
Vientos huracanados me seguían acometiendo y me vino una idea que sabía bastante ilusoria y real: ejecutar un golpe militar interno contra Noriega que aún estaba en Francia. No tenía más de un 2 o 3% de chance; “pero el peor esfuerzo es el que no se hace” Hablo de Septiembre de 1985 - ¿Qué tipo de acción militar pretendía contra Noriega? Ordené por teléfono al recién difunto mayor Armando Palacios Góndola, Comandante del Batallón 2000, con sede en Chepo que moviera hacia la Comandancia la mitad de sus tropas, pero que dejara la mitad de esa agrupación en el Cuartel del Tránsito ( donde el jefe era el mayor Aquilino Sieiro, cuñado de Noriega, calculando lo que iba a ocurrir) No tenía el mando real sobre los jefes de Unidades con fusiles y tropas y, como he recalcado, ninguna capacidad militar de lograrlo. Noriega había creado otra estructura paralela al Estado Mayor.
Mi pretensión era que los altos jefes de la cúpula aceptaran colectivamente sacar a Noriega y dejarlo en París. Sabía que era un espejismo, pero lo intenté. Sus ojos me mandaron señas adversas y no les toque nada de mi plan. Cuando el Mayor Palacios Góndola ingresó al perímetro del Cuartel Central, tuve dos señales de que todo era en vano: la primera que el entonces Capitán Moisés Giroldi entró sin anunciarse a mi oficina y me miró sin cuadrárseme militarmente con sus ojos amenazantes, sin palabras, pero su mano derecha en la funda de la pistola y el cierre abierto.
Ese gesto equivalía a decirme: ¡No se vista que no va! Comprendí que tomó el ingreso de tropas de afuera como una amenaza a su función, que era resguardar el área de la Comandancia y de su Comandante. ¡Curioso que ese oficial adusto y castrense- que evitaba que se sacara a Noriega- luego se enfrenta a él buscando lo mismo tres años más tarde- y es asesinado alevosamente luego de perdonarle la vida a su General.
Si faltaba algo más para saber que no lograría nada, Ligia, mi secretaria, me avisó de una llamada del General John Galvin y al tenerlo en el auricular en su medio español me preguntó con tono poco amistoso “¿Coronel Diaz, usted ha desplazado tropas hacia la comandancia? No me extrañó demasiado esa injerencia, cuando teníamos la Zona del Canal y el Comando Sur en nuestro ombligo y a pocos metros de mi oficina.
Con disimulo le respondí: - “General Galvin, es simplemente un movimiento interno de refuerzos por razones que me preocupan”. Me agregó una advertencia:- “Coronel Diaz, solo le digo que al único Comandante que acepta el Pentágono es al General Noriega”. Era todo para Kobayashi y el resto de la película se precipitó aun más. Calculando lo que ocurrió yo había trazado otra estrategia política; en otro salón amplio me esperaba, ya citada, toda la cúpula del Partido PRD; hablo de los de entonces, veteranos como Gerardo González, Rómulo Escobar, Manuel Solís Palma, Rigoberto Paredes y otros de menos edad y nivel, pero importantes. ¡Todos eran solamente ojos! Invité adicionalmente al Vicepresidente Eric Del Valle; estaba muy sonriente con una camisilla blanca; yo movía lo que sabía más que Noriega, aprendido con un maestro excelente, Omar Torrijos, los hilos políticos. Noriega me daba cátedras siniestras de espionajes y trampas. Más de 25 años de explorarnos mutuamente, ambos sabíamos de nuestros flancos fuertes y débiles. Desde los tiempos en que nos conocimos en Lima, Perú, a mediados de la década del 60, cadetes los dos, que sin vernos mucho, conversamos varias veces entre tragos de fiestecitas ¡Jamás pudimos realmente amistar!...
Desconfianzas mutuas nos separaron, pese a las carreras militares paralelas. Omar Torrijos nos vigiló en las conductas profesionales a los dos, desde que fuimos sus subalternos, como Subtenientes en Chiriquí desde 1962; y en verdad falló con Noriega. Esa provincia, por hechos macabros, marcaría nuestra despedida traumática. *Busca el próximo lunes la novena y última entrega de esta historia.
Roberto Díaz Herrera
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